Hace algunos años llevaba algunos proyectos en las administraciones locales. Una de las cosas que más me llamaba la atención es la gestión de las contraseñas que tenía cada funcionario.
Los había desde algunos que tenían un Post-it pegado al monitor hasta otros que usaban contraseñas fáciles y compartidas. Pero quién sí que me sorprendió era una persona que usaba una agenda, llamémosle Mr. Seguro.
Mr. Seguro se traía todos los días de casa una agenda de bolsillo donde recopilaba todas sus contraseñas.
Cada día su rutina era guardarla en el primer cajón de su escritorio con llave.
Cada vez que tenía que usar una contraseña, abría su cajón, abría la agenda por la letra correspondiente y la volvía a guardar.
Cuando terminaba su jornada laboral se la llevaba a casa.
Era su tesoro.
Mejor idea que el Post-it pegado al monitor era. El problema fue cuando la Ley de Murphy decidió presentarse en la vida de Mr. Seguro. Si no te acuerdas de lo que decía Murphy, te lo refresco: “Si algo malo puede pasar, pasará”.
Aquel día como otro cualquiera, Mr. Seguro se despierta a las 07:00 AM. Se lava los dientes, se echa su colonia favorita y se peina con la raya al lado izquierdo, siempre cada pelo en su sitio.
Se viste y coge su vehículo para ir a trabajar. Después de varios minutos buscando aparcamiento, ya consigue entrar al edificio.
Da los buenos días como siempre a Julio el guardia de seguridad de la entrada. Hasta que llega a su puesto de trabajo en la planta cuarta.
Enciende su equipo y echa mano a su agenda en el bolsillo de la camisa.
No está.
¿Qué? ¿Cómo ha podido pasar?
Esa mañana se había levantado con la sensación de que algo se le olvidaba.
Pues era su agenda con las contraseñas.
No podía entrar a su equipo de trabajo.
Tenía dos opciones, o volver a casa y ganarse una discusión con su jefe o acudir al encargado de soporte técnico para restablecer su contraseña.
Se sentía desnudo sin su agenda.
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